01 DEPURACIÓN CORPORAL

Salud Natural en Línea

(Primera Parte ) La Toxina Corporal

DESEQUILIBRIOS ORGÁNICOS: CAUSA Y EFECTOS

Lo que habitualmente llamamos enfermedad, es solo un síntoma del estado de desequilibrio al cual hemos llevado a nuestro organismo. En sí mismo, el cuerpo humano tiene gran cantidad de maravillosos mecanismos para resolver problemas a los que puede verse sometido: 


excesos, carencias, toxicidad, etc. Pero el moderno estilo de vida se las ha ingeniado para colapsar esa increíble armonía, malogrando nuestra natural capacidad de adaptación a los inconvenientes.

Asumir esta realidad, representa el cincuenta por ciento de la solución de nuestros actuales problemas de salud. Y ese es el objetivo de esta publicación: 

que el lector comprenda cómo él mismo ha generado tal situación de desequilibrio y por sobre todo cómo él mismo puede remediar tal problema en la medida que retorne a los hábitos saludables que nunca debió abandonar.

En esto no hay misterios, ni tampoco soluciones mágicas. Los errores se generan principalmente por desconocimiento. En la medida que sepamos cómo opera la inmensa inteligencia corporal y comprendamos sus mecanismos, veremos que es muy sencillo jugar a favor (y no en contra) de nuestra propia naturaleza humana.

También entenderemos que no habrá medicamento alguno que pueda remediar nuestros problemas, mientras no dejemos de boicotear nuestro organismo con hábitos que van en contra de las leyes naturales, bajo las cuales ha sido creado.

LA INTOXICACIÓN COTIDIANA

Dado que esta publicación está centrada en la depuración corporal, inicialmente debemos comprender cómo funciona el mecanismo de la intoxicación cotidiana. 

Si diariamente incorporamos más tóxicos de los que podemos evacuar, no necesitamos ser científicos para entender que la acumulación de venenos acabará por generar un colapso.

Esa es la génesis de la mal llamada enfermedad: desde un eccema hasta un cáncer, todo responde al mismo mecanismo de generación. Sólo difiere el grado de toxemia y el órgano por el cual nuestro organismo expresa su claudicación.

En esta lógica de funcionamiento corporal, es importantísimo el rol que cumple la correcta nutrición, pero de poco servirá una alimentación de alta calidad en un contexto de colapso orgánico. 

Veremos luego que hasta el mejor de los nutrientes puede ser desaprovechado como consecuencia de estar atrofiados los mecanismos de la química corporal a causa del colapso tóxico. La analogía con un automóvil puede ayudarnos a comprender mejor este concepto. 

Si el vehículo está carbonizado y fuera de punto, ¿de que serviría echar en el tanque combustible de altísimo prestación?

Por todo lo que veremos a continuación, una persona que pretenda recuperar por sí misma su natural estado de salud al cual está dirigida esta publicación deberá comenzar irremediablemente por la depuración corporal. 

Esto no pretende imponer un orden rígido de prioridades, pero es evidente que si no comenzamos por destapar nuestros filtros orgánicos y moderar el nivel de toxemia, todo lo demás perderá efectividad.

Ejercer nuestro natural derecho a un óptimo estado de salud, se parece mucho a una mesa asentada en tres patas: todas deben estar fuertes y en equilibrio. 

Por ello, la tarea de limpieza orgánica se potenciará enormemente con un contemporáneo freno al ingreso de nuevas toxinas y aporte de los nutrientes esenciales que faltan. Trabajar separadamente cada aspecto, conspira contra una rápida recuperación de la salud.

LA RENOVACIÓN PERMANENTE

Está fuera de discusión el hecho biológico de nuestra constante renovación orgánica. Diariamente estamos produciendo millones de nuevas células que reemplazan a las más viejas. 

Aunque la gente piense que su cuerpo es una estructura estática que envejece, el organismo está en estado de renovación permanente: a medida que se descartan células viejas, se generan otras nuevas para reemplazarlas.

Cada clase de tejido tiene su tiempo de renovación, que depende del trabajo desempeñado por sus células. Las células que recubren el estómago, duran sólo cinco días. Las células de los glóbulos rojos, después de viajar casi 1.500 kilómetros a través del “laberinto” 

circulatorio, sólo duran alrededor de 120 días antes de ser enviadas al “cementerio” del bazo. La epidermis (capa superficial de la piel) se recicla cada dos semanas. El hígado, desintoxicante de todo lo que ingerimos, tiene un tiempo de renovación total calculado entre 300 y 500 días.

Otros tejidos tienen un tiempo de vida que se mide en años y no en días, pero están lejos de ser perpetuos. Hasta los huesos se renuevan constantemente: todo el esqueleto de un adulto se reemplaza celularmente cada diez años. 

Recientes estudios demuestran que incluso las células cerebrales consideradas hasta hace poco, elementos vitalicios del organismo se renuevan periódicamente.

Jonas Frisen, biólogo celular del Instituto Karolinska de Estocolmo, ha demostrado que la edad promedio de todas las células del organismo de un adulto puede ser tan sólo de entre siete y diez años. 

Esto ya lo sabían los intuitivos maestros orientales, pues en los antiguos textos hablaban de un período de siete años para la completa renovación del organismo.

Ahora bien, la pregunta del millón es: ¿por qué tenemos órganos defectuosos cuando periódicamente los estamos renovando? ¿Por qué una persona “sufre” del hígado, si sus células hepáticas viven solo seis semanas y en el arco de un año las habrá renovado por completo?

Para encontrar respuestas, debemos por fuerza perder algo de tiempo y comprender cómo funciona esta unidad orgánica que es la célula. En realidad no es “perder tiempo”, sino invertirlo en conocimientos básicos que nos harán más sanos y menos dependientes de curaciones externas.

En la correcta renovación celular encontraremos la clave para recuperar la salud y la plenitud, tarea que sólo nosotros podemos llevar a cabo. Por otra parte, tomar consciencia de esta realidad nos permitirá abandonar el estado de resignación a la mediocridad. 

No ejercemos plenamente nuestro natural derecho a la plenitud física y mental. Nos parece que estar al 100% de nuestro potencial es utópico; por ello nos resignamos y aceptamos andar al 50%.

Nos condicionan a pensar que el estado mediocre es “normal”. Siempre “algo” hay que tener, ya sea por envejecimiento, genética o virus. Y esto no es verdad. Ese “algo” no es natural y es solo la expresión del desequilibrio que nosotros mismos generamos por desconocimiento o condicionamiento mental, obstaculizando la “magia” de la permanente renovación celular.

CÉLULA, LA UNIDAD VITAL

Así como una colmena se compone de miles de abejas, nuestro organismo se compone de billones de células. Todo se reduce a grupos de células: sangre, huesos, órganos. 

Si pudiésemos disponer todas las células de un cuerpo humano sobre un plano veríamos que estamos compuestos por unas 200 hectáreas de tejidos celulares (la superficie de 200 manzanas de una ciudad). Todo el organismo no es más que un reflejo directo de la eficiencia funcional de estas microscópicas unidades vitales.

Cada célula, independientemente de la función que cumpla en el organismo, tiene similares mecanismos de acción: se reproduce, se nutre, se desintoxica y desarrolla una tarea específica. 

Esto nos permite entender que, además de la información presente en su material genético, la célula depende de dos factores externos que condicionan su funcionamiento: la calidad de nutrientes que reciba y la calidad del medio en el cual deba actuar.

Comprendiendo que el organismo humano se origina a partir de un par de células, es sencillo darse cuenta que la calidad del organismo dependerá directamente de la calidad celular; ésta a su vez dependerá de la calidad de nutrientes que tenga a disposición y la calidad del medio en que se mueva. 

Si bien el primer factor tiene mucho que ver con la nutrición de la persona, ambas variables están condicionadas por el grado de intoxicación del organismo.

Los cincuenta mil millones de células que componen un cuerpo humano, se mueven en un verdadero “mar interior”. El 70% de nuestro cuerpo es agua; fundamentalmente sangre, linfa y líquido intracelular. Antiguamente se hablaba de “humores” corporales; hoy se habla de “terreno”.

Dado que la mayoría de los tejidos celulares no pueden desplazarse o lo hacen localmente, la calidad de dicho terreno es fundamental para asegurar, tanto la correcta nutrición como la eficiente evacuación de los desechos que las células generan.

Cien mil kilómetros de capilares sirven para irrigar aquellas doscientas hectáreas de tejidos celulares que citamos anteriormente. Pese a disponer de pocos litros de fluidos, el cuerpo está preparado para cumplir esta delicada función gracias a tres variables: 

la velocidad de circulación, la irrigación diferenciada y la calidad de estos fluidos. La sangre fluye a gran velocidad por la red de capilares, tardando sólo un minuto en dar una vuelta completa al cuerpo.

Por otra parte, no toda la red de capilares está llena al mismo tiempo; sólo las partes más activas disponen de abundante irrigación: los músculos cuando trabajamos, el estómago cuando digerimos, etc. 

Aquí comprendemos rápidamente dos cosas muy útiles: una, la importancia de la calidad del sistema circulatorio y dos, lo contraproducente que resulta hacer varias cosas al mismo tiempo!!!

EMUNTORIOS, ÓRGANOS DEPURATIVOS

Dado que un pequeño volumen de fluidos corporales debe atender las necesidades de tanta cantidad de tejido celular, no basta con un eficiente sistema circulatorio y un sistema de irrigación diferenciada.

Aquí aparece el tercer factor necesario para la correcta función celular: la limpieza de los fluidos. Por lo tanto, uno de los principales objetivos del organismo, será mantener la pureza de los líquidos internos.

Estos fluidos, como si fueran una red cloacal, reciben los desechos generados por billones de células; además, millones de células muertas son volcadas cada día a la sangre y la linfa. A todo esto se suman la multiplicidad de venenos y sustancias tóxicas que ingresan al cuerpo por medio de las vías respiratoria , digestiva y cutánea.

Para hacer frente a semejante tarea, el cuerpo dispone de varios órganos especializados en esta función y que luego analizaremos en detalle: intestinos, hígado, riñones, piel, pulmones y sistema linfático. Son los llamados emuntorios.

Cuando todos trabajan en modo normal y el volumen de desechos no supera la capacidad de procesamiento, el “terreno” se mantiene limpio y las células pueden funcionar correctamente. 

Esto significa que estamos en presencia de un organismo eficiente y, por ende, de una persona saludable, ágil y vital.

Pero si los desechos superan la capacidad de los emuntorios y éstos comienzan a funcionar deficientemente, el “terreno” se carga progresivamente de toxinas y el funcionamiento orgánico se degrada paulatinamente. La sangre se pone densa y circula más lentamente por los capilares.

Los desechos que transporta la sangre, pasan a la linfa y al plasma intracelular. Más tiempo se mantiene esta situación, más se contaminan los fluidos. Llega un momento en que las células están sumergidas en una verdadera ciénaga que paraliza los intercambios. 

El oxígeno y los nutrientes no pueden llegan a las células y éstas experimentan graves carencias.

Por otra parte, los residuos metabólicos que regularmente excretan las células, al no circular, aumentan aún más el grado de contaminación de los fluidos. Los desechos comienzan a depositarse en las paredes de los vasos sanguíneos, reducen su diámetro y esto disminuye aún más la velocidad de circulación e irrigación.

Aquí está la explicación de la generalizada, mal entendida y demonizada hipertensión: nuestra sangre sucia y espesa es la que obliga al corazón a bombear con mayor presión a fin de compensar la menor irrigación. 

Sin embargo, tratamos de “idiota” a nuestro sistema circulatorio, ingiriendo medicamentos hipotensores (para reducir la presión); cuando lo lógico sería depurar y fluidificar la sangre.

Así nos ahorraríamos, no solo los fármacos, sino también el terrible gasto de energía que significa para nuestro organismo la improductiva tarea de elevar la presión sanguínea. ¿Acaso no será esta la causa de tanta fatiga crónica en la población?

Pero sigamos con los perjuicios que genera la acumulación de toxinas en los fluidos corporales: obstruye los emuntorios, dificulta su tarea, congestiona otros órganos y bloquea las articulaciones. 

Los tejidos se irritan, se inflaman y pierden flexibilidad; se esclerotizan. En este contexto, las células no pueden realizar su tarea específica y tampoco los órganos por ellas compuestos.

Estamos en presencia de una persona enferma, desvitalizada y anquilosada. El tipo de enfermedad dependerá simplemente de cuáles órganos se encuentren mas afectados y en qué grado. El espectro puede ir de una bronquitis crónica a un cáncer. Estos procesos degenerativos no se producen de la noche a la mañana, ni son la consecuencia de un solo exceso: requieren años de acumulación.

Ante todo, ya podemos entender el valor relativo de los modernos diagnósticos que sugieren la focalización del problema en una parte pequeña de nuestro organismo. Nunca puede estar mal una parte y bien el resto.

Esa parte defectuosa es solo la expresión más aguda del estado general del organismo. Por ello es obvia la inutilidad de luchar contra un síntoma o contra un parámetro determinado (glucosa, presión, colesterol, etc.). Es correcto aliviar el sufrimiento puntual, pero sin olvidarnos que debemos operar sobre todo el ámbito corporal.

Una anécdota familiar -que pese a mi niñez, quedó grabada a fuego en la memoria- sirve para ejemplificar cuán a menudo la ciencia tradicional pierde la visión de conjunto, al focalizarse en las partes del organismo.

Teníamos un tío internado desde hacía varios días y su estado no hacía más que empeorar, pese a que estaba en mano de equipo de renombrados médicos que intentaban distintas terapéuticas farmacológicas. Como su estado se hacía cada vez más grave, vino a verlo desde lejos su madre, mi bisabuela.

Esta anciana norteña, tenía sabiduría intuitiva y unos ojos vivaces. Apenas entró al cuarto del enfermo, sus hijas, con la ayuda del médico presente, la pusieron al tanto de las novedades, destacándole la impotencia pese a los infructuosos y costosos intentos realizados.

En medio de tanta terminología médica y palabras difíciles, mi bisabuela preguntó con su característico acento guaraní: ¿Cuánto hace que no va de cuerpo este muchacho? El silencio fue sepulcral. Dilatadas miradas se cruzaban en el aire y nadie tenía respuesta.

Hacía una semana que el tío no movía los intestinos... y nadie había reparado en ello!!! Demás está decir que tras una voluminosa enema, comenzó el rápido proceso de recuperación del tío, quién fue dado de alta días después y se recuperó sin mayores problemas.

EL TERRENO LO ES TODO

En el lecho de muerte, Louis Pasteur demonizador de los virus y alabado por ello- intentó enmendar su error, al afirmar: “El virus no es nada, el terreno lo es todo”. Pero su declaración póstuma pasó y pasa inadvertida. Como pasa inadvertida la afirmación básica de la medicina natural: “La causa profunda de todas las enfermedades es la suciedad del terreno producida por la acumulación de desechos”.

Como hemos visto, los desechos orgánicos no se depositan en un solo lugar, sino que circulan por todo el cuerpo. El organismo todo sufre la sobrecarga, pero como cada persona tiene su punto débil, es allí donde aparecerá la crisis visible y dolorosa. Lamentablemente, terapeuta y paciente por lo general olvidan esta realidad, enfocándose en los síntomas y olvidando las causas primarias.

El moderno concepto de diagnóstico sirve sólo para rotular al barómetro de una caldera a punto de explotar por exceso de presión. Es inútil ocuparse del barómetro. Por sentido común, debemos disminuir la presión de la caldera. Aliviada la presión, el barómetro, por sí mismo dejará de indicar el estado de emergencia.

Llevemos la analogía a nuestro automóvil, mecanismo sencillo de comprender y al cual generalmente le brindamos mejores atenciones que a nuestro organismo, tal vez porque aquel nos costó esfuerzo y éste fue un regalo de la existencia. Imaginemos que viajando en ruta, se nos enciende la luz roja de presión de aceite.

¿Qué hacemos? El sentido común aconsejaría detenernos de inmediato e investigar la causa que originó el inconveniente: falta de lubricante, problema de la bomba de aceite, rotura del carter, etc. Resuelta la dificultad, arrancaremos el motor y veremos que la luz roja se apaga por sí sola.

En cambio ¿qué hacemos cuando algo similar sucede en nuestro organismo? Por lo general, desenchufamos el bulbo de la luz roja. O sea, buscamos una “pastillita mágica” que apague el indicador de alarma: algo que baje la presión, el colesterol, la glucosa, las hormonas tiroideas o cualquier otro parámetro fuera de norma, sin preocuparnos de revisar la causa que activó la alarma.

Si obrarnos así en el automóvil, ¿qué sucederá? Inicialmente seguiremos como si nada, confiados por no ver más la luz roja. Pero unos kilómetros después sobrevendrá el desastre: el motor claudicará. Esto es inexorable en la mecánica vehicular... y también lo es en la lógica del funcionamiento corporal.

Es más, el moderno sistema de monitoreo médico ha generado una obsesión por los parámetros fuera de norma. Profesionales y pacientes viven pendientes del valor de glucosa, presión, colesterol, hormona tiroidea, triglicéridos o densidad ósea. A través de fármacos se obtiene la ilusoria satisfacción de poner en caja los guarismos desequilibrados.

Sería como si en el ejemplo del automóvil, deslizáramos con la mano la aguja del manómetro de presión de aceite hasta llevarla a zona de seguridad. ¿De qué nos sirve si el desequilibrio profundo se mantiene? Todo esto es sencillo de corroborar en la práctica.

¿Cómo es posible que un simple drenaje de toxinas pueda provocar la remisión de distintos síntomas en una persona, por diferentes que éstos sean? La concepción de la enfermedad como resultado de la sobrecarga tóxica, no se opone a la concepción microbiana, donde todo parece ser consecuencia de la acción de virus y bacterias. Pero es lícito preguntarse: si los microbios son tan letales, ¿cómo es que ciertas personas sucumben ellos y otras tienen reacción nula?

Los microbios no son más que huéspedes de un terreno sobrecargado, que permite su expresión o desarrollo. Podrá argumentarse que todo depende de la fortaleza del sistema inmunológico de cada persona, pero como veremos luego, la eficiencia de nuestro sistema defensivo, como todo órgano integrante del cuerpo, es consecuencia directa del estado de limpieza de nuestros fluidos internos. O sea: el terreno lo es todo.

LAS TOXINAS INTERNAS

Nuestro organismo depende totalmente de aportes externos para construirse, renovarse y funcionar. O sea que está perfectamente preparado para procesar sustancias que vienen del exterior, convirtiéndolas en elementos útiles para el funcionamiento corporal. Hasta los nutrientes más nobles y puros, requieren de procesos degradatorios y asimilatorios, que implican producción de desechos metabólicos.

Asimismo, la continua regeneración celular de órganos y tejidos, provoca cantidad de células muertas que deben ser eliminadas de inmediato. Para hacer frente a esta vasta tarea, el cuerpo se ha dotado de un grupo de órganos especializados para tal fin: los emuntorios.

Pero si las toxinas son naturales y estamos dotados de una buena estructura de órganos de eliminación, ¿por qué nos intoxicamos? O lo que es igual, ¿por qué enfermamos? La respuesta es muy sencilla: Porque sobrepasamos la natural capacidad de eliminación, o sea, generamos más desechos de los que podemos evacuar.

Visualizando el origen de las toxinas que procesamos, podremos tener una mejor idea de cómo limitar su generación y colaborar con el exigido funcionamiento corporal. Debemos tener en cuenta que la realidad moderna es muy diferente que la de nuestros antepasados. 

Ellos debían lidiar sólo con algún fruto toxico, alérgenos naturales, microbios y desechos normales de los procesos metabólicos internos. En cambio nosotros estamos sumamente afectados por la degradación del medio ambiente y sobre todo por la alimentación industrializada. Pero vayamos por partes.

La mayor cantidad de toxinas proviene de la natural degradación de los alimentos ingeridos, proceso necesario para convertir los nutrientes en sustancias más simples, capaces de generar energía y material constructivo.

Estas transformaciones producen desechos, cuya eliminación está prevista en el funcionamiento orgánico. Por ejemplo, las proteínas, al desdoblarse en aminoácidos, generan urea y ácido úrico; la combustión de la glucosa produce ácido láctico y gas carbónico; las grasas mal transformadas, ácidos cetónicos.

Son toxinas perfectamente toleradas por el organismo, siempre y cuando no superen cierto límite. Este límite está dado por nuestra capacidad de digerir, combustionar y eliminar. Al superar este umbral, los desechos, aunque naturales, se convierten en una amenaza para el cuerpo, entorpeciendo su normal funcionamiento.

Para visualizar cómo funciona el proceso de acumulación, veamos un par de cifras orientativas relacionadas con los riñones. Estos órganos deberían eliminar 25 a 30 gramos diarios de urea. Si solo eliminan 20, significa una retención de 5 gramos por día, o sea 150 gramos mensuales.

Los riñones pueden eliminar unos 12 gramos diarios de cloruro de sodio (la tóxica sal refinada), pero está demostrado que la alimentación moderna provee 15 gramos o más. Esto quiere decir que reteniendo sólo 3 gramos diarios, estamos acumulando en el organismo 90 gramos por mes (verdadera causa de edemas y celulitis).

Esto permite entender la importancia de una alimentación sobria, de buena calidad y en dosis adecuada a nuestro desgaste calórico. Aún con alimentos sanos y naturales, si comemos más de lo que gastamos, estamos creando un problema adicional al organismo, que debe lidiar con sustancias que no puede utilizar y/o eliminar... y que algún destino deberán tener!!!

La sobrealimentación y el sedentarismo se han convertido en grandes problemas de la sociedad moderna. Es muy sencillo que las personas ingieran más de tres mil calorías diarias y gasten mucho menos de dos mil. 

Por su parte, el sedentarismo no sólo impide la necesaria combustión de calorías excedentes, sino que dificulta la correcta oxidación de los residuos del metabolismo celular, con lo cual se generan aún más desechos tóxicos.

LAS TOXINAS EXTERNAS

Todo esto se ve agravado por el nefasto sistema de producción industrial de los alimentos. Los procesos de refinación quitan preciosos elementos vitales y ello lleva al consumo de mayor volumen, en el intento de cubrir las necesidades netas de vitaminas y minerales.

Los problemas de la sobrealimentación no son sólo de acumulación. Cuando superamos la capacidad de procesamiento de nutrientes que tiene nuestro sistema digestivo, generamos una masa de alimentos mal transformados cuya tendencia es la fermentación y la putrefacción, lo cual produce nuevos venenos, que incrementan a su vez la toxemia general. Esto se ve agravado por el estrés y los ritmos antinaturales, que disminuyen nuestra capacidad metabólica.

Pero el alimento moderno tiene otros oscuros aspectos relacionados con la intoxicación del organismo y que van más allá de la abundancia. Si bien el tema se desarrolla ampliamente en otra publicación, repasemos aquí lo estrechamente relacionado con la toxemia corporal.

Las técnicas actuales de producción primaria e industrialización, además de empobrecer la calidad del alimento, generan una nefasta carga de sustancias eminentemente tóxicas, que de ninguna manera estamos preparados para procesar.

Insecticidas, herbicidas, fungicidas, fertilizantes químicos, antibióticos, vacunas, hormonas sintéticas, balanceados industriales, granos sintéticos.... son solo algunas de las sustancias que se utilizan en la producción de alimentos y que, directa o indirectamente, ingresan a nuestro organismo, diariamente y en altas concentraciones.

Por caso, nadie relaciona la gran cantidad de problemas endocrinos (menopausia, tiroidismo, etc.) con la continua ingesta de hormonas sintéticas que se “mimetizan” con las naturales y nos causan un verdadero caos hormonal.

A ello se agrega otra gran cantidad de sustancias químicas artificiales que utiliza la industria elaboradora: conservantes, saborizantes, emulsionantes, estabilizantes, antioxidantes, colorantes, edulcorantes, grasas transaturadas (margarinas), etc. Todo esto se hace en el respeto de legislaciones que establecen dosis tolerables por el organismo.

Claro que las normas se hacen para cada compuesto individualmente y en base teórica. Nadie toma en cuenta la sumatoria de estas dosis, ni sus interacciones reales. Ciertos estudios demuestran que nuestros organismos incorporan anualmente, en promedio,varios kilogramos de dichas sustancias. Y adivinen ¿quién debe lidiar con esa carga?

Aquí no termina el inventario de sustancias tóxicas que diariamente introducimos al organismo. Falta aún lo que ingerimos en medicamentos, detalle no menor en un país como el nuestro, que ingiere, por ejemplo, seis millones de aspirinas diarias. 

Nuestra sociedad es ávida consumidora de analgésicos, antiinflamatorios, sedantes, estimulantes y una larga lista de fármacos de uso corriente, alegremente publicitados en TV como si fueran inocuas golosinas.

Pero no solo ingresamos tóxicos por vía digestiva. La piel es otro órgano permeable a elementos indeseables: cosméticos, tinturas, cremas, antitranspirantes y fijadores sen fuente de sustancias nocivas. Por las vías respiratorias también introducimos importantes cantidades de venenos: desde el humo de cigarrillos a los desechos de combustión y procesos industriales.

A todo esto se suma la problemática de los refinados industriales. Diariamente estamos incorporando altas cantidades de compuestos químicamente puros que no existen en la naturaleza. Es el caso del cloruro de sodio (sal blanca) o la sacarosa (azúcar blanca).

Biológicamente el organismo no reconoce estas sustancias refinadas y de gran pureza; es más, las considera tóxicas por su reactividad. Para comprender mejor esta “fobia” corporal hacia los compuestos químicamente puros, podemos usar dos ejemplos burdos pero ilustrativos: la caña de azúcar y la hoja de coca.

Estudios hechos en Sudáfrica sobre muestras de orina de dos mil trabajadores de plantaciones de caña de azúcar, no hallaron trazas de glucosa, pese a que en promedio mascaban 2 kg diarios de caña, o sea que ingerían unos 350g de azúcar por día. 

¿La explicación? Mientras la caña mascada es un alimento natural, completo y fácilmente metabolizable, el azúcar refinado es un producto extraño y nocivo para el organismo. Otras investigaciones realizadas en África e India muestran que la diabetes es desconocida en pueblos que no incluyen carbohidratos refinados en su dieta.

Respecto a la coca, es simple observar en los pueblos andinos que el cotidiano consumo de la hoja mascada, benéfica para el apunamiento y la digestión, no genera los efectos devastadores del extracto refinado, conocido como cocaína. Siempre estamos hablando de productos vegetales, pero de por medio está presente el proceso de refinación y purificación.

Frente a esta regular y abundante ingesta de compuestos reactivos que superan por cierto la capacidad orgánica de procesamiento el cuerpo se ve obligado a poner en marcha varios mecanismos de defensa que, además de generar un importante gasto de energía y recursos, no impiden incrementar la toxemia corporal.

Nos referimos a la hidratación de estos compuestos (retención de líquidos asociada a deshidratación celular), a la captura lipógena (edemas, obesidad y celulitis) y a la cristalización (artritis, ácido úrico, arenillas, cálculos, esclerosis capilar, etc.).

Este cuadro, lejos de asustar, debe ayudar a la toma de conciencia: nuestro organismo no es un cesto de basura donde podemos arrojar impunemente cualquier cosa. Además, esta problemática, nefasta en sí misma, se ve agravada por la pérdida o el olvido de sanos hábitos ancestrales: los ayunos, las curas de primavera, el reposo, la conexión con los ciclos naturales...

LA ENFERMEDAD: CRISIS DEPURATIVA

A esta altura resulta sencillo comprender que, más allá de nombres y diagnósticos, la enfermedad no es otra cosa que un esfuerzo del organismo por evacuar el exceso de sustancias tóxicas. Siendo de vital importancia la limpieza de los fluidos internos, el organismo apunta toda su energía (energía vital) hacia dicho objetivo.

Un cuerpo sano pone en marcha gran cantidad de mecanismos depurativos cuando cualquier cuerpo extraño o perjudicial logra introducirse en los tejidos internos: vómitos, estornudos, tos, diarreas, inflamaciones, etc. Pero la purificación interna es tan compleja, que su tarea debe distribuirse en varios órganos con funciones especializadas y complementarias: los famosos emuntorios.

Mientras el nivel de tóxicos permanece dentro de la capacidad depurativa de intestinos, hígado, riñones, pulmones y piel, todo funciona dentro de la normalidad que conocemos como estado de salud.

Cuando alguno de estos órganos recibe caudales que exceden su capacidad, existe un natural mecanismo de derivación (lo que no se puede procesar, se deriva a otro órgano complementario) destinado a superar la crisis tóxica. Y aún así seguimos en presencia de un organismo sano y vital.

Pero cuando también superamos el umbral de la capacidad complementaria de los emuntorios cosa que hoy día resulta una norma, dada la continua exposición a volúmenes cada vez mayores de toxinas comenzaremos a advertir síntomas y molestias.

Hipersecreción salival, vómitos y diarreas a nivel digestivo; hipersecreción biliar a nivel hepático; orina espesa, ácida y ardiente a nivel renal; sudoración, supuración, granos, acné y eccemas a nivel cutáneo; expulsión de flema por bronquios y fosas nasales a nivel respiratorio, etc.

Otras vías secundarias se utilizan también para expulsar exceso de toxinas: glándulas salivares, útero, amígdalas, glándulas lacrimales. Si la situación se agrava, el organismo recurre a la “creación” de emuntorios artificiales: hemorroides, fístulas, úlceras, etc. Por supuesto que cada persona reaccionará en forma diferente a estas crisis depurativas, localizando los trastornos superficiales de acuerdo a sus debilidades orgánicas.

Los primeros órganos en ceder son, generalmente, los más frágiles por herencia o por excesiva utilización: por ejemplo, la garganta en aquellos que utilizan mucho la voz, los nervios en las personas tensas, o las vías respiratorias en aquellos expuestos a contaminantes volátiles.

Como vemos, las llamadas “enfermedades” no son otra cosa que el resultado de las tentativas de imprescindible limpieza que encara el organismo, frente a la carga de agresión tóxica a la que se ve expuesto. 

Estas crisis depurativas pueden ser agudas o crónicas. Siempre se comienza con manifestaciones agudas, donde el trabajo de eliminación es brusco, violento y extenso. Si la causa de intoxicación no se remueve, entonces estos esfuerzos se hacen crónicos.

Dado que esta publicación está destinada a incrementar el nivel de percepción de estos fenómenos por parte del lector, veamos con detenimiento y ejemplificaciones cada una de las fases por las cuales evoluciona la enfermedad, hasta llegar a los grados más graves y terminales. 

Estos estadios degenerativos cáncer, sida, esclerosis múltiple, alzheimer, parkinson no aparecen de improviso en una persona saludable y vital; requieren de un largo proceso previo.

LA ENFERMEDAD AGUDA

Todo se inicia con las primeras señales de alarma. La persona hasta entonces saludable ve aparecer distintos trastornos leves que le señalan la pérdida de este equilibrio dinámico que es la salud óptima. Falta de ánimo, indisposiciones pasajeras, tensión nerviosa anormal, dificultad para recuperarse tras un esfuerzo, problemas digestivos, cutis y cabellos opacados, erupciones... son todos signos de la degradación del terreno.

Si la persona está atenta y suprime las causas que provocaron la sobrecarga tóxica excesos nutricionales, consumo de productos insanos, agotamiento excesivo, demasiado sedentarismo- los trastornos desaparecerán rápidamente.

Pero si el individuo no escucha las advertencias que lanza su cuerpo y persiste en sus errores, sin corregir nada, entonces el terreno continuará degradándose y obligará a que su fuerza vital se exprese desencadenando crisis depurativas más profundas. 

Estaremos entonces en presencia de las llamadas enfermedades agudas. El organismo moviliza todos sus esfuerzos para expulsar el exceso de desechos que agobia.

Por lo general son manifestaciones violentas y espectaculares; la fiebre que las acompaña indica la intensa actividad del cuerpo y todos los emuntorios están involucrados en la tarea. Es el caso de una gripe, un sarampión o una bronquitis.

La gripe es un ejemplo de interacción de emuntorios: catarro en las vías respiratorias, descarga intestinal, sudoración profusa, orín cargado, etc. Son trastornos de corta duración, ya que la intensidad del esfuerzo depurativo basta para permitir un rápido retorno a la normalidad.

Es bien sabido que una afección gripal se resuelve magníficamente con apenas 48 horas de ayuno y reposo, y nada más. Al cabo de ese período, uno se siente pleno y liviano. Pero si el individuo, conforme con la desaparición de los síntomas, retorna a los hábitos equivocados que generaron la sobrecarga tóxica, la crisis volverá a producirse.

En este estadio, el error más grave y lamentablemente el más corriente- es tomar estas reacciones depurativas como causa de enfermedad y no como efecto de la degradación del terreno. 

Entonces la terapéutica no ayudará al organismo en sus esfuerzos desintoxicantes, sino que los reprimirá como algo inoportuno y molesto. De ese modo estaremos restringiendo nuestra fuerza vital e internalizando las sustancias tóxicas.

Es lo que hacemos con los antigripales o peor aún, con las vacunas contra la gripe: ¡¡¡nos vacunamos contra un proceso depurativo!!! En consecuencia, la represión artificial de una afección aguda nos dejará con menos capacidad defensiva y con el terreno más intoxicado; condiciones que nos llevarán al estadio sucesivo.

LA ENFERMEDAD CRÓNICA

Imitando los mecanismos de la naturaleza, es lógico estimular las crisis depurativas. Como decía Hipócrates: “todas las enfermedades se curan mediante alguna evacuación”. Los drenajes siempre impulsan la tendencia al equilibrio y resultan útiles en cualquier circunstancia, por grave que sea. 

Además, sólo basta mirar qué hacen los animales. Cuando un animal está enfermo, ayuna. De ese modo favorece la degradación de los desechos y facilita su evacuación.

Perros y gatos recurren a las hierbas cuando sufren una intoxicación. Según las dosis, tienen un efecto eliminador en los pulmones (expectorante), en los riñones (diurético) o en los intestinos (laxante). Los elefantes se purgan con arcilla. Otros animales se revuelcan en barro arcilloso, improvisando purificadoras cataplasmas.

También el hombre ha hecho uso de estos recursos desde la más remota antigüedad. Las virtudes desintoxicantes de la sudación se usaba en los pueblos nórdicos europeos (sauna), en Medio Oriente (baños turcos) o en las tribus indígenas americanas (temascal). 

Las religiones siempre han prescrito períodos de purificación mediante prácticas de ayuno. En todo el mundo se han practicado las benéficas “curas de primavera”; por no hablar de las demonizadas técnicas de sangrado o de las prácticas de la aplicación del barro.

En la enfermedad crónica, dado que el organismo tiene una sobrecarga tóxica importante y la fuerza vital está disminuida, las crisis no podrán reestablecer el equilibrio de una sola vez, como ocurría en los trastornos agudos. Es por eso que las bronquitis, los eccemas o las crisis hepáticas se repiten periódicamente.

Los esfuerzos depurativos deben reiterarse continuamente, pues nunca logran la desintoxicación necesaria del terreno. Es por ello que el organismo necesita apoyo externo, pues su fuerza vital es incapaz de acabar con la toxemia. 

Precisamente, éste es el ámbito al cual apunta la publicación que tiene en sus manos: brindar herramientas para ayudar al organismo a superar los padecimientos crónicos.

LA REPRESIÓN DE SÍNTOMAS

A esta altura, y como ya hemos visto, es fácil comprender lo nefasto que resulta la represión de síntomas. Este mal hábito fruto de un contexto social que reclama soluciones instantáneas y un gran negocio basado en prometerlas ha dejado en el olvido las bases de la terapéutica hipocrática.

Los griegos hablaban de tres fases en el proceso curativo: en primer lugar el reposo; si no era suficiente, probar con la dieta; y sólo en última instancia recurrir a la medicación. La medicina alopática se encargó de borrar las dos primeras fases, acortando camino hacia la medicación represora de síntomas. Tratamos al organismo como si fuese un “idiota” que hace mal las cosas o estuviera “fallado”.

Aunque no podemos considerarla una enfermedad, nuestro comportamiento frente a la sudoración es un claro ejemplo de la actitud represora de síntomas. El sudor es un canal natural de excreción de desechos, como veremos luego en el apartado referido a la piel.

El organismo tiene glándulas específicas para eliminar toxinas detrás de las rodillas, detrás de las orejas, en la ingle y en las axilas. La presencia de sudor corporal es un indicador de buen funcionamiento de estas glándulas, mientras que su abundancia o el mal olor significan colapso tóxico y alimentación inadecuada.

Ahora bien, en lugar de corregir las causas del desequilibrio, utilizamos sustancias químicas sintéticas que bloquean la emisión del sudor: los populares antitranspirantes. Es más, ahora se ha puesto de moda una intervención quirúrgica destinada a... ¡¡¡eliminar las glándulas sudoríparas de las axilas!!! Se hace con rayo láser en 45 minutos y está orientada a personas con sudoración excesiva, o sea.: ¡¡¡muy intoxicadas!!!

Los antitranspirantes como su nombre claramente lo indica evitan la transpiración; por lo tanto, impiden al cuerpo excretar sus toxinas a través de las axilas. Estas toxinas no desaparecen mágicamente; al no poder ser evacuadas, pasan a las glándulas linfáticas que se encuentran debajo de los brazos. 

La mayoría de los tumores cancerígenos de seno, ocurren en este cuadrante superior del área de la mama, precisamente donde se hallan las glándulas.

En opinión del Dr. Christopher Vasey, “las medicaciones represivas de síntomas, que van en contra de los esfuerzos de purificación del organismo, solo deberían emplearse cuando la vida del paciente está en peligro, cuando los dolores son demasiado fuertes o cuando hay una invasión microbiana generalizada”.

Como puntualiza el Dr. Robert Masson, director de estudios del Instituto de Naturopatía de París: Prudencia frente a ciertas curaciones; como esos eccemas o soriasis muy mejorados, cuando no curados por pomadas generadoras de ceguera, epilepsia, cardiopatías, asma o tumores; leucorreas, poco o nada infecciosas, reemplazadas a consecuencia de un tratamiento local muy eficaz por mastosis, fibromas, esterilidad, asma, angina de pecho o depresión; hemorragias nasales cauterizadas, seguidas muy rápidamente por un Parkinson; hemorroides poco sangrantes, rápidamente secadas, seguidas de un ataque cerebral fulminante.

Lamentablemente se ha generalizado el concepto de un remedio para cada enfermedad y cuanto más grave la enfermedad, más potente la medicación. O sea que seguimos luchando contra los efectos sin suprimir las causas: en el ejemplo del automóvil, continuamos apagando la luz de presión de aceite.

Al incrementarse la contaminación del terreno por el aporte tóxico de los medicamentos empleados y deprimirse cada vez más la fuerza vital, nuestro sistema inmunológico baja la guardia, pierde efectividad de acción y se abren las puertas para un estado más peligroso.

LA ENFERMEDAD GRAVE O DEGENERATIVA

En este estadio, el organismo es incapaz de combatir la toxemia que lo agobia y en el esfuerzo por sobrevivir, debe acostumbrarse a funcionar en su presencia, tratando de hacerlo lo “menos mal” posible. 

El sistema defensivo pierde eficiencia e incluso comienza a agredir su propia estructura: es el caso de las enfermedades autoinmunes (artritis reumatoide) o de inmunidad aberrante (esclerosis múltiple, lupus, sida, etc.), sobre las cuales poco se conoce y menos se hace por resolverlas.

Hoy día resulta normal observar a grandes sectores de la población con graves trastornos inmunológicos. Incluso los niños vienen al mundo con fuerzas inmunológicas tan disminuidas y tal sobrecarga de desechos, que no hay crisis depurativa que pueda revertir dicho estado.

Haciendo una analogía técnica, el sistema inmunológico funciona como una computadora con naturales limitaciones físicas. Si operamos un par de programas al mismo tiempo, no habrá mayores problemas. Pero si queremos operar una decena de programas simultáneamente, entonces aparecerán los inconvenientes. La máquina se “tilda”, no responde ágilmente a las órdenes y comete errores.

Desgraciadamente, ese es el estado habitual de la inmunología en nuestra población, al ser exigida en forma desmedida y por gran cantidad de factores al mismo tiempo. Esos “tildes” son las alergias, las enfermedades autoinmunes, las afecciones virales crónicas, etc. 

La merma inmunológica afecta la salud y el bienestar en todos los ámbitos, incluso el emocional. Recientemente científicos argentinos concluyeron tras un estudio que “debería imaginarse la depresión como una enfermedad de tipo casi autoinmune”.

En esta fase de la enfermedad, las células, en lugar de moverse en líquidos nutritivos y limpios, deben vivir en fluidos cloacales inmundos. El trabajo celular no es normal y los tejidos se desorganizan cada vez más, llegándose a la destrucción: 

esclerosis, cáncer, úlceras varicosas, etc. Las células ya no siguen el comando inteligente de la fuerza vital y el cuerpo pierde su capacidad de defenderse como un todo organizado ante agresiones externas.

En este contexto, resulta de tal magnitud el caos orgánico que se ha generado, que ningún remedio será capaz de poner orden. De allí las dificultades que encuentran los investigadores en la lucha contra las enfermedades graves. La terapia con atajos no funciona.

Mientras hay tiempo, no queda más que desandar el camino equivocado, rectificando los errores y estimulando la inmunología, a fin de recuperar la fuerza vital y la limpieza del terreno. Es el único medio genuino que nos permitirá obtener una completa y total remisión.

EL EJEMPLO DEL CÁNCER

A esta altura del libro, conviene detenernos sobre una de las enfermedades graves que más temor genera por su virulencia y sus consecuencias: el cáncer. Si bien el tema excede el marco de esta publicación, nos referiremos al mecanismo de la génesis tumoral, a fin de mostrar la importancia de la

depuración corporal en su desarrollo. Para ello utilizaremos algunos conceptos del Dr. Christopher Vasey, quien en su libro “Comprender las enfermedades graves” realiza una didáctica explicación del fenómeno.

Mucho se habla de la grave exposición a las sustancias cancerígenas, como factor desencadenante de los tumores. Sin embargo, no basta con eliminar todas las sustancias cancerígenas conocidas para estar a salvo del cáncer.

Una célula normal puede convertirse en cancerosa cuando el medio se degrada por sobrecargas y carencias. En este contexto, el destino de la célula cancerosa depende totalmente del terreno, pues una célula cancerosa no se convierte automáticamente en un tumor maligno.

Todo ser vivo, ya sea un microbio o una célula (cancerosa o no), sólo puede vivir en un organismo que lo acepta y le ofrece condiciones para su desarrollo. Cuando esto ocurre, los microbios se multiplican y se genera una infección; si se trata de una célula cancerosa, su multiplicación genera un tumor.

Pero cuando el terreno no ofrece las condiciones necesarias, el microbio resulta inofensivo y es destruido, mientras que la célula cancerosa también es destruida por el medio hostil.

Conociendo el mecanismo reproductivo de las células, es interesante analizar cuánto se necesita para que una célula cancerosa se convierta en un tumor amenazante. Se sabe que la diferencia entre una célula cancerosa y una normal, está dada porque aquella se divide cada vez en dos células fértiles, mientras ésta se divide en una fértil y una estéril.

Esa es la razón por la cual un tejido sano es estable y un tejido canceroso crece en forma rápida. Con el auxilio de las matemáticas, veremos cuán “lenta” es dicha velocidad inicial y cuánto puede hacerse entre tanto.

Tengamos siempre presente que la teórica multiplicación geométrica de las células cancerosas requiere de una condición esencial: que el sistema inmunológico de dicho organismo no cumpla su función, es decir que no actúe como debe, sea por toxemia corporal o por carencias nutricionales.

Una célula cancerosa se divide cuatro veces al año aproximadamente. Esto quiere decir que al cabo de un año, la célula original se habrá convertido en dieciséis células, cifra insignificante en un organismo compuesto por billones de células.

Recién al tercer año, el tumor habrá alcanzado el número de mil células. Aún continúa sin representar peligro alguno, pues resulta inestable y mal asentado en los tejidos, pudiendo ser destruido y eliminado con facilidad. Si as condiciones del medio le son desfavorables, puede desaparecer espontáneamente. 

Es más, se sabe que tales tumores existen corrientemente en el organismo, pero no tienen efectos molestos si el sistema inmunológico funciona y el terreno está sano.

Para llegar al estadio del millón de células hace falta llegar al quinto año de desarrollo, siempre en la hipótesis de crecimiento libre, como consecuencia de la inacción del sistema inmunológico. Aún así estamos en presencia de un tumor que solo mide un milímetro, pesa un miligramo y resulta demasiado pequeño para ser detectado con las técnicas actuales.

Deberemos esperar hasta el octavo año para que alcance el estado de los mil millones de células; entonces mide aproximadamente un centímetro y pesa un gramo. Ha logrado crecer e instalarse sólidamente en los tejidos y recién ahora puede ser detectado.

Aquí inicia la fase realmente peligrosa para el organismo, pues comienza su propagación: las células se desprenden del tumor madre (metástasis) y a través de los fluidos corporales van a colonizar otras partes del cuerpo.

Hacia el décimo año el tumor alcanzará la masa crítica del billón de células, pesará un kilogramo y medirá diez centímetros. Seguramente provocará la muerte del portador, pues el organismo no puede resistir semejante masa tumoral.

Pero debemos reflexionar que para llegar a tal estado de gravedad, han debido transcurrir ocho años de evolución imperturbada; ocho años en los cuales el sistema inmunológico no cumplió su cometido; ocho años en los cuales la toxemia corporal brindó las condiciones adecuadas para que se reprodujera sin problemas!!!

Si bien la descripción del ejemplo es teórica, pues la velocidad de desarrollo de un tumor es totalmente dependiente de las condiciones del medio en que se encuentra, sirve para demostrar cuánto dejamos de hacer... y cuánto podemos hacer por nuestra salud!!! Cualquier mejora que introduzcamos en la calidad de los fluidos orgánicos, representa una reducción de las posibilidades de desarrollo del tumor.

Cuanto más toxinas se expulsan y más se satisfacen las carencias, más vitalidad recuperan las células normales y más adversas se vuelven las condiciones para las células cancerosas.

Todo esto nos indica dos cosas. En primer lugar: el avance o retroceso del tumor depende de la tarea que el portador esté dispuesto a realizar sobre su terreno orgánico. En segundo lugar: nunca es tarde para comenzar a rectificar los errores que llevaron al desarrollo del tumor. Utilizando dichos populares, podemos decir que... “siempre algo es mejor que nada” y “más vale tarde que nunca”.

Dado el rol preponderante del sistema inmunológico en la velocidad de desarrollo de la masa tumoral, se ha convertido en paradigma culpar a las cuestiones emocionales y al estrés por su derrumbe funcional. Si bien se trata de una media verdad, es muy reductivo pensar que un problema emotivo sea la causa de la proliferación tumoral.

Para comprender mejor, podemos valernos de una analogía mecánica. Tomemos el caso de una caldera que explota por exceso de presión (causa); la media verdad sería culpar a los remaches por no haber soportado la exigencia (consecuencia). 

Si se hubiese mantenido la presión en términos aceptables, los remaches estarían en su lugar, cumpliendo su cometido. En nuestro caso, un shock emocional no puede derrumbar un sistema inmunológico (consecuencia), si no estuviese previamente colapsado por la tremenda exigencia de un terreno adverso (causa).

Incluso el estrés sólo puede hacer mella en un organismo intoxicado y con carencias de nutrientes. Una persona razonablemente depurada y nutrida, difícilmente caiga en una crisis emocional, pues tendrá la capacidad de ver el vaso “medio lleno” en lugar del “medio vacío”.

Muchos pacientes que han sufrido extirpación quirúrgica y/o destrucción de células cancerosas mediante radioterapia o quimioterapia, piensan que ya está todo resuelto. Por cierto habrán aliviado al organismo de la carga que esto representaba, pero no habrán resuelto el problema de fondo: 

la corrección del terreno, capaz de poner a raya el desarrollo del tumor. Es más, las terapias - altamente agresivas habrán contaminado aún más el terreno y por lo tanto habrán empeorado las condiciones generales del organismo.

Si se comprende que síntomas y enfermedades no son más que la punta de un gran iceberg (la intoxicación corporal), es necesario que el paciente se haga responsable de su curación, ejerciendo su derecho natural a la plena salud. La mayoría de los enfermos no se responsabiliza de su estado, considerándolo un

problema del terapeuta; mas aún en el caso de las enfermedades graves. Normalmente se actúa como si la enfermedad fuese un ente externo que ha poseído al enfermo, a quien se lo considera víctima inocente de la mala suerte.

El paciente baja los brazos y rápidamente se pone en manos de un especialista, olvidando que sólo él generó el problema y sólo él puede resolverlo, rectificando sus errores. A lo sumo el terapeuta puede ayudar, recordando el camino de retorno al estado de equilibrio; pero es el afectado quién deberá recorrerlo personalmente.

LA PUNTA DEL OVILLO

En presencia de un organismo sobrecargado de toxinas, y más aún si dicho estado de sobrecarga es antiguo, la pregunta es: ¿por dónde empezar? Por cierto, cada organismo es distinto y reacciona en forma diferente, pero en todos los casos la necesidad imperiosa es una: limpiar para mejorar el estado del terreno.

Ante todo hay que tener en claro una estrategia de acción global, basada en tres aspectos: evacuar los desechos acumulados, evitar que penetren nuevos desechos y satisfacer las carencias orgánicas. Los dos últimos puntos se deben abordar desde lo nutricional, tema que abordamos en la tercera parte del libro. Ahora nos ocuparemos del proceso de desintoxicación.

Quién ha realizado alguna cura depurativa, habrá constatado la cantidad de toxinas que pueden acumularse en el cuerpo. Cuando el organismo ve sobrepasada su capacidad de eliminación, no tiene más remedio que almacenar la escoria tóxica remanente, esperando que en algún momento se produzca la pausa que permita ocuparse de los desechos.

Esta pausa sería el antiguo y olvidado hábito del ayuno, o bien una crisis depurativa en forma de gripe, pero como las pausas nunca llegan o se reprimen con fármacos, los remanentes tóxicos cada vez se incrustan más en las profundidades de los tejidos, encapsulados en cuerpos grasos para evitar que generen daño.

Esta lógica corporal es la que usamos en casa cuando hay huelgas de recolectores de basura. Mientras esperamos que se restablezca el servicio, depositamos los residuos en bolsas gruesas, para evitar que contaminen la vivienda.

EVACUAR CON CRITERIO

Al iniciar un proceso de evacuación de desechos acumulados, es importante tener en claro la lógica funcional del organismo, a fin de actuar en el mismo sentido y no contravenir sus leyes fisiológicas. El objetivo es remover los desechos incrustados en los tejidos, para que se vuelquen a los fluidos (fundamentalmente sangre y linfa), que luego descargarán en los respectivos órganos de eliminación (emuntorios).

Esta comprensión del proceso, nos permite establecer un orden de prioridades en la tarea: en primer lugar abrir las puertas de salida (emuntorios) y luego remover los desechos incrustados en los tejidos. Si hacemos al revés, o ambas cosas al mismo tiempo, la liberación de las viejas toxinas será una masa demasiado importante para emuntorios todavía insuficientemente operativos.

En otras palabras: es preferible evacuar las toxinas superficiales presentes en los órganos de eliminación, antes de poner en circulación aquellas incrustadas en el interior de los tejidos.

De esta manera entendemos lo peligroso que significa una severa dieta adelgazante en una persona obesa que no haya tenido esta precaución. El estado de sobrepeso, es una clara señal de severa v profunda intoxicación orgánica. 

Los depósitos grasos no son más que un intento del organismo por encapsular y aislar la masa tóxica que lo agobia. Si la persona no activa previamente los órganos de eliminación, la brusca combustión de adiposidad (algo indudablemente positivo) puede convertirse en causa de colapso, dada la marea de venenos que circularán por el organismo.

En este sentido es importante la puntualización que realiza el Dr. Julio César Díaz y que tiene que ver con la intoxicación generada por fármacos ingeridos en exceso: “Los medicamentos y los químicos en general, son solubles en grasa y antes de ejercer una acción sobre el organismo, saturan dicho tejido adiposo.

O sea que en los tejidos de una persona obesa, además de químicos tóxicos, es probable que también se encuentren almacenadas dosis importantes de sedantes, corticoides, analgésicos y otras drogas consumidas en exceso mucho tiempo atrás.

Cuando la persona baja de peso rápidamente, estas sustancias se vuelcan al torrente sanguíneo y producen el efecto para el cual fueron concebidas, pero que ahora está fuera de contexto. Es un tema grave, demasiado frecuente en la práctica clínica y generador de muchas urgencias médicas”.

DESTAPANDO FILTROS

Hay por cierto infinidad de propuestas para activar las funciones de los órganos de eliminación, pero aquí nos ocuparemos de las más sencillas para cada emuntorio. En la segunda parte del libro, el lector hallará técnicas y consejos seleccionados en base a dos criterios fundamentales: que resulten de sencilla ejecución hogareña y que se encuentren desprovistos de riesgos.

La pregunta que surge inicialmente es ¿por cuál emuntorio empezar? Dado que resulta imposible brindar una respuesta generalizada, cada persona deberá evaluar por los síntomas, el estado de sus órganos de eliminación y el tipo de desecho predominante en su cuerpo.

Para ambas cuestiones se ofrecen herramientas de auto diagnóstico. Recién entonces estará en condiciones de decidir, atendiendo a su situación individual, por dónde comenzar.

Hay veces que el estado de la persona es bueno y su energía vital permite estimular varios emuntorios al mismo tiempo. Pero en casos más críticos, conviene trabajar uno por vez para evitar el agotamiento orgánico por exceso de exigencia. También tiene mucho que ver el nivel de actividad de la persona en cuestión; si está sujeta a intensa actividad, con más razón deberá actuar con prudencia.

En cambio, si puede permitirse un período de reposo o retiro (palabras casi olvidadas en estas épocas, en que confundimos vacaciones con aturdimiento y excesos gastronómicos), dicha situación benéfica permite concentrar energías en el trabajo simultáneo sobre varios emuntorios.

Es bueno aclarar que, aunque la persona esté estimulando un órgano por vez, puede encontrarse en presencia de reacciones eliminatorias aparentemente no relacionadas con el emuntorio en cuestión. Lengua pastosa, mal aliento, sudoración fuerte, evacuaciones malolientes, erupciones dérmicas, caspa, picazón, vista nublada; son algunos de los síntomas corrientes en cualquier proceso depurativo.

Incluso pueden recrudecer síntomas de las enfermedades crónicas que estamos combatiendo, haciéndonos pensar que estamos peor que antes. Por ello es importante comprender que el cuerpo sigue una lógica funcional y nadie mejor que él para dirigir la orquesta evacuativa y su ritmo.

Otra cuestión importante a tener en cuenta es el tiempo que duran estos procesos. Generalmente estamos combatiendo intoxicaciones que vienen de décadas de acumulación, o mal funcionamiento de emuntorios que se arrastran de varios años. Sin embargo se cree que un par de semanas

bastarán para volver todo a la normalidad. Los tiempos dependerán de la cronicidad de los males y las acumulaciones. Es necesario ser coherentes y conscientes de nuestra realidad. Por una vez en la vida estamos tomando “el toro por las astas” y debemos hacer pacientes esfuerzos para revertir años de errores y lograr una genuina mejora en la calidad de vida.

Experiencias y testimonios recogidos en nuestros talleres, permiten interpretar mejor lo que estamos diciendo. Sucedió con varias personas que venían llevando muchos años de fuerte consumo de lácteos, algo bastante habitual en nuestra cultura.

Luego de semanas de llevar adelante el paquete depurador sugerido en la tercera parte del libro, encontraron con sorpresa algo inédito: sus camisetas de dormir se manchaban con una tonalidad beige en la zona de la espalda. 

En algunos casos esta excrescencia se mantenía aún un año después de haber dejado el consumo de lácteos. Es decir que a través de la piel se continuaban exudando, lenta pero inexorablemente, toxinas acumuladas durante muchísimo tiempo.

Como veremos luego en detalle, las hierbas medicinales y los alimentos serán nuestros grandes aliados en estos procesos. Los hay para cada órgano en cuestión y para cada circunstancia. En todos los casos debemos ser parsimoniosos con las dosis y armarnos de constancia y paciencia.

Tanto hierbas como alimentos, cumplen mejor su cometido si utilizamos dosis bajas pero continuas. Por ello la recomendación de algunos preparados homeopáticos que trabajan en este sentido. 

Sin embargo es común que se recurra a grandes cantidades, pensando que así aceleramos el proceso; pero fuertes dosis desencadenan reacciones demasiado violentas que irritan y fatigan los emuntorios. Nunca conviene provocar este tipo de efectos; y si llegásemos a esa situación, es aconsejable detener el consumo y reiniciar luego con dosis pequeñas.

TIPOS DE DESECHOS

Hasta aquí hemos visto por qué es imprescindible depurar el organismo y seguidamente veremos cómo hacerlo en el ámbito de cada órgano. Pero conviene ahora hacer una puntualización sobre los distintos tipos de desechos que se mueven en el organismo, a fin de tener otro elemento de evaluación y diagnóstico para transitar con soltura el camino de la depuración corporal.

Reconocer qué tipo de desecho predomina en nuestro organismo, nos permitirá actuar con mayor eficacia y tomar consciencia sobre el funcionamiento interconectado de los órganos de eliminación.

Básicamente podemos diferenciar dos tipos principales de desechos: cristales y coloides. Analizaremos a continuación las características de cada uno, cómo se detectan, su origen y sobre todo el ciclo de evacuación que siguen.

En primer lugar, esto nos permitirá entender cómo opera el mecanismo de derivación entre los órganos de eliminación frente al estado de colapso del órgano principal. Luego nos servirá para saber cómo debemos actuar en el proceso depurativo, a través de la estimulación de los respectivos emuntorios involucrados en su manejo.

Los cristales son partículas duras, afiladas y solubles en líquidos. Ejemplos: las lagañas, los cristales de ácido úrico que punzan como agujas o las arenillas que sentimos en articulaciones, riñones y vesícula. Sus acumulaciones generan crisis dolorosas y sin producción de fluidos. Ejemplos: reumatismo, ciática, cálculos, neuritis, eccemas secos, etc.

Principalmente son consecuencia de los residuos generados por el metabolismo proteico, sobre todo de la proteína animal (ácido úrico), aunque también pueden producirse por acidificación orgánica, desequilibrio de minerales (carencia de calcio y magnesio, exceso de fósforo) y abundancia de refinados (sal blanca, azúcar blanca, harina blanca).

Se evacúan principalmente en este orden a través de riñones y glándulas sudoríparas. Secundariamente pueden excretarse por las mucosas (estómago, vías respiratorias, útero, etc.). Esta tarea se ve beneficiada por el aporte de líquidos, que ayudan a su disolución, y obviamente por la eliminación de los alimentos generadores de estos desechos.

Los coloides en cambio son sustancias blandas y no se disuelven en líquidos. Ejemplos: flema, sebo, mucosidad. Su acumulación no genera crisis dolorosas, pero sí ricas en producción de fluidos. Ejemplos: asma, bronquitis, sinusitis, eccemas húmedas, acné, leucorrea, etc.

Principalmente son consecuencia del exceso de lácteos, glúcidos (harinas, almidones mal degradados, gluten) y grasas calentadas (frituras, aceites refinados e hidrogenados).

Se evacúan principalmente, en este orden, a través del hígado, intestino y glándulas sebáceas, siguiendo en última instancia el camino de vías respiratorias y mucosas uterinas. La tarea de eliminación se beneficia de la ausencia temporal de líquidos. Dicha situación estimula el mecanismo de transferencia desde la linfa (fluido en el cual tienen tendencia a acumularse) hacia la

sangre. Al igual que en el caso de los cristales, esto se complementa con la eliminación de los alimentos que la generan.

Es importante comprender el mecanismo de transferencia que se produce entre los distintos órganos de eliminación ante un estado de saturación tóxica. Si bien los órganos principales tienen mayor capacidad de procesamiento de desechos, cuando están superados intentan derivar ese flujo hacia los órganos secundarios.

Por ejemplo, en el caso de cristales, la persona que tenga colapsada la función renal, advertirá que se intensifica la sudoración. Colaborando con este mecanismo de derivación, toda práctica que estimule la transpiración no hará más que facilitar la tarea orgánica. 

En este sentido y por su capacidad excretora, la piel será siempre un buen aliado de los órganos internos en cuanto a la tarea de drenaje. Desde la antigüedad se comprendía esta lógica corporal y por ello la práctica de sangrados, ventosas y emplastos.

Autor: Néstor Palmetti
Fina cortesía de: Salud Natural en Línea

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